Yo vengo de un pueblo en Veracruz, México. El haber crecido ahí en varios periodos de mi vida, así como mi paso por otros lugares, me ha permitido acercarme a historias acerca de una realidad paralela a la nuestra, que parece estar a la vuelta de la esquina, y que a cada momento desborda los diques que lo contienen para irrumpir en el nuestro. El mundo de los encantos, es como le llamamos a estas irrupciones de lo mágico en lo cotidiano. Vamos a hablar un poco sobre estas irrupciones de lo fantástico en lo cotidiano.
A este le falta un dedito
La primera historia es sobre un ancestro mío, al que le fue muy mal en su encuentro con lo mágico.
Esto pasó en tierras cercanas a Perote, allá en Veracruz. Estaba mi tatarabuelo materno, Ángel Arcos, a cargo del cuidado de la cosecha para que no se la robaran. Tenía su jacal para pasar la noche. En una ocasión, a eso de las diez de la noche escuchó que alguien se acercaba. Vio llegar una figura vestida de negro en su caballo negro. Entre que venía embozado y traía sombrero, no se le veía la cara. Le traía un recado: su mujer, Juliana, se había puesto enferma. Susto aparte, no le quedaba más que agradecer el recado y prepararse para el camino en la oscuridad.
Montó su caballo y echó a andar. Mientras avanzaban él iba cavilando sobre el recado y el curioso mensajero cuando algo espantó al caballo, que se encabritó y lo tiró. El caballo huyó espantado. Empezó a escuchar voces, un murmullo que crecía. Se escuchaban pasos de seres pequeños alrededor suyo, el sonido de la hierba al ser pisada, de las ramitas al quebrarse. Eran varios los seres que lo estaban rodeando, acechando, cercando. Poco a poco el cerco se cerraba, estaban más y más próximos. A veces, unas manos le aferraban la ropa, lo tironeaban. Los murmullos, que fueron subiendo de intensidad hasta convertirse en canto, decían:
A este le falta un dedito,
el otro no tiene cabeza,
aquel no tiene un bracito,
el otro no tiene nariz.
Además de la canción, le decían que esto se lo merecía por querer sacerdote (había estado en el seminario). Para entonces, los jalones se hacían más intensos. Probó con voltearse la ropa al revés y trazó en la tierra la señal de la cruz con los dedos, lo que según las consejas de aquel tiempo servía para ahuyentar a los malos espíritus y a los duendes chocarreros, pero en vez de ahuyentarse parece que se enojaron más.
A estas alturas, mi tatarabuelo ya estaba aterrado.
Entonces se empezó a escuchar entre las voces la frase: “¡Al pozo, tírenlo al pozo!”, al tiempo que los tirones eran ya bastante fuertes. Mi tatarabuelo estaba aterrado pues sabía que sí había un pozo cerca. Por lo mismo, se agarró como pudo de los magueyes, que era de lo único que se podía agarrar, intentando evitar que lo jalaran hacia el pozo. Luchó hasta que amaneció, al rayar el sol lo dejaron en paz, el sol no les gustaba, dijeron.
Lo encontraron a la mañana siguiente junto al pozo, todavía desmayado. Por sus huellas se entendía que había pasado bastante tiempo dando vueltas alrededor del pozo. Las manos las tenía espinadas por las púas del maguey, y quemadas por el guiche, el mucílago irritante del mismo maguey.
Cuando volvió en sí no estaba bien, había quedado espantado, el espíritu se la había perdido.
Era urgente curarlo, regresar el alma al cuerpo, para ello alguien le dijo a su esposa que comprara un jarro nuevo y consiguiera pétalos de flores y una bandeja con agua donde ponerlos. A su hija, mi bisabuela, que entonces era una niña pequeña de tres o cuatro años, le pidió mi bisabuela que, a modo de juego, fuera echando los pétalos de uno en una en la bandeja de agua mientras la agitaba con un palito mientras su mamá gritaba tres veces en el jarro: “!Ángel, regresa!”.
Al tercer grito, mi tatarabuelo despertó con mucha hambre, le sirvieron un caldito de pollo. Ya recuperado contó lo que le había pasado, y su esposa le contestó que ella nunca lo había mandado a traer.
Así fue como el abuelo de mi abuela perdió y recuperó su alma.
El salvaje
A Rodolfo Sánchez desde pequeño le gustaba más el monte que el pueblo, y pasaba todo el tiempo que podía allá, entre las plantas y los animales, por eso lo llamaron así, el salvaje. Cuando creció se convirtió en matón. Mataba por dinero, o por gusto. A la buena, de frente y cantado, o a la mala, por la espalda. Y seguía pasando más tiempo en el monte que en los poblados. Mató al hermano de mi bisabuelo paterno, luego, cuando mi bisabuelo fue a quitarle el reloj al muerto, el salvaje se enojó y le dijo a mi abuelo que él seguía. Mi bisabuelo mejor se fue del pueblo y no volvió hasta que el salvaje estuvo muerto, y creo que hizo bien.
Después de que el Salvaje y su cómplice mataran a un empleado del Piojito, el ferrocarril de la zona, saliendo de la terminal, los lentos engranes de la ley se comenzaron a mover. Terminaron mandando a un teniente al pueblo, que llegó vestido de civil a juntar gente bragada de la comunidad cercana de Monte Blanco. La cacería había comenzado.
Para matarlo, lo estuvieron esperando, lo venadearon como se dice. Era sabido que tenía un escondite entre Teocelo y Santa Rosa, así que por días estuvieron esperando a que pasara por el camino en que tenía que pasar cuando saliera del escondite, hasta que pasó y lo dejaron como coladera.
En aquel entonces, una tías vivían junto a la casa donde lo velaron. A medio velorio, se escuchó callar el rumor de los rezos para ser remplazado por el escándalo de un ataúd cayendo al suelo seguido de unos cascos que se alejaban al trote. Al día siguiente las visitó una niña vecina, y mis tías, curiosas que eran, le preguntaron por el escándalo. La niña dijo: “Lo que pasó es que salió un burro de la caja, pero ya la rellenamos con piedras para enterrarla”.
Al cabo de un año, estaba mi tía tendiendo ropa cuando vio que llegaba un burro a la casa vecina, luego escuchó un grito de terror y vio al burro salir corriendo. De la casa salió temblando la madre del salvaje, cuando pudo hablar contó que el burro le había hablado, le dijo: “Ya no reces por mí madre, que nada más me haces seguir penando”.
Cuatro años de fiesta
Un tiempo viví en Coscomatepec, cerca del Pico de Orizaba, el volcán más grande de México. Hice amigos, y estaba tomando con ellos y con los amigos de mi amigos. Uno de ellos me contó acerca del papá de uno de otro de los que estaba ahí, es decir, me contaba lo del papá de su amigo mientras el hijo del padre del cuento nada más asentía. Resulta que ellos eran de un pueblo cercano, no recuerdo cuál, y sabían de una cueva cercana que tenía encanto. El señor de la historia se había metido a la cueva, para ver de que se trataba el asunto. Y en la cueva se encontró con la fiesta de los duendes. Decía que era justo como estar en una buena fiesta con amigos, pasándola bien. Y cuando decidías salir de la fiesta, porque ya había pasado tiempo, vaya, y hay que hacer cosas allá afuera, seguir con la vida y esas cosas, ya había pasado un año.
El señor hizo lo mismo cuatro veces.
El nacaxtle encantado
Nacaxtle, o huanacaxtle es como se le conoce en Veracruz al Enterolobium cyclocarpum, árbol grande y frondoso que da una madera hermosa pero difícil de trabajar por lo irritante de su polvo. A la salida de Chacalapa, Veracruz, hay un nacaxtle grande como pocos. A veces sucede que cuando alguien sale de noche de regreso a su rancho, no puede pasar por que el árbol está tirado en el camino. No le queda entonces al caminante otra opción que desandar el camino y buscar donde quedarse en el pueblo. A la mañana siguiente el árbol está erguido, como si nada. Por eso se dice que este nacaxtle tiene encanto.
Perdido y encontrado
Hace unos años leí la siguiente historia en una nota del Diario de Xalapa. Sucedió en un poblado cercano a las Choapas, al sur de Veracruz, casi frontera con Tabasco. Allá es la selva, selva densa que te puede tragar y comer si no tienes cuidado. Un niño de dos años se perdió un día. Todos lo buscaron, pero el día avanzó, llegó la noche y el niño no llegaba. Continuaron la búsqueda en la noche, era un poblada pequeño, a pie de selva, así que era fácil pensar que el niño ya había sido devorado por el monte. Al otro día, ya pasado el mediodía el niño llegó a su casa, tranquilo y contento, sin señas de deshidratación ni hambre. Cuando le preguntaron donde había estado, el niño solamente pudo contestar que jugando con niños, jugando con sus amigos.
El fuego llanero
En muchas partes de México a los globos globulares, ese fenómeno atmosférico misterioso en que se observa algo como bolas de fuego que flotan, los llamamos brujas en casi todo el territorio, pero no así en el sotavento veracruzano, donde se llaman fuegos llaneros. Es curioso como el nombre acompaña e influye muchas cosas, pues en la mayoría del país estos rayos suelen tener tintes malignos o maliciosos en las historia que se conocen, no así en sotavento, donde el fuego llanero tiene connotaciones más amistosas.
Al abuelo de un amigo, el fuego llanero lo acompañaba en las noches sin luna alumbrándole el camino, ya cuando faltaba poco para llegar, se iba.
A donde voy con todo esto
Estos relatos son tan maravillosos, tan bien construidos que realmente no me interesa mucho si son o no son reales, ni me interesa si me estoy contradiciendo con lo que he dicho antes o no, pues tienen dentro de sí tanta poesía que es tan maravilloso que hubieran ocurrido como que hubieran sido inventados ¿Como podrían haberse puestos de acuerdo los asistentes al velorio de Rodolfo Sánchez para inventar que un burro salió de la caja? ¿No es maravilloso imaginarlo? ¿Cómo se le pudo haber ocurrido a mi tatarabuelo una historia de duendes? ¿Se agarró gritando de los magueyes para hacerlo más creíble? ¿No es eso incluso más fantástico que pensar que los espíritus lo atacaron?
Todo esto es literatura ahora, ya sea haya ocurrido o no, y ese solo hecho es maravilloso.