Pensemos un poco en uno de los milagros cotidianos. Mi mano se mueve porque yo quiero que se mueva, le doy la orden y se mueve. En un primer momento, puedo pensar en mi cuerpo como la manera en que mi mente se realiza en el mundo exterior. Hay pues, una relación íntima entre mi cuerpo y mi mente que funciona también en el sentido contrario. Si hundo el pecho, y proyecto la cabeza hacia el frente, siento miedo. Si sonrío, aun sin una causa aparente, esto es, si muevo las comisuras de mis labios hacia arriba, algo dentro de mi mente cambia y un sentimiento cálido se asoma. Si hecho la cabeza hacia atrás como mirando el techo y miro hacia el frente bajando la mirada, tengo un sentimiento de superioridad.
Entonces, podemos ver que el binomio cuerpo-mente tiene información fluyendo en los dos sentidos, de la mente hacia el cuerpo, y del cuerpo hacia la mente. O mejor aún, al entender que cuerpo y mente no actúan separados, independientemente el uno de la otra, vamos comprendiendo que la idea de cuerpo y mente como dos entidades diferentes nos empieza a estorbar, entonces dejamos la idea de un binomio cuerpo-mente, para entender que hay una unidad psicofísica actuando.
Ahora, pensemos en la lenta evolución que nos fue formando a través de los miles y los millones de años. La evolución no produce diseños perfectos en un sentido final, es más bien el resultado de cotejar leves cambios en el diseño producto de las variaciones genéticas con su adaptación al medio. Pero, aunque no sean perfectos en un sentido final, si suele presentar resultados muy eficientes, corregidos a través de innumerables pruebas y errores.
Vamos acercándonos a la idea que me interesa, que tiene que ver con el cómo, ese diseño pulido por los eones, este diseño que habitamos y que somos, es usado por nosotros en el trascurso de nuestras vidas.
Necesitamos una idea más antes de proseguir. La idea de la inercia funcional, la memoria del movimiento que hace que si repetimos muchas veces un movimiento este termine pareciéndonos natural. Este tipo de aprendizaje que nos resulta tan útil para aprender a hacer todo lo que hacemos, nos puede llevar a ciertos peligros cuando el movimiento se aprende mal.
Tenemos una columna vertebral, adaptada a la bipedestación de nuestra especie. Una columna que es el eje desde el cual todo el desplazamiento ocurre. Cuando somos niños que apenas caminamos solemos empezar a hacerlo de la mejor manera, en el sentido de nuestra unidad psicofísica busca la economía del movimiento, de manera que preferimos hacerlo de manera que todo esté lo menos relajado posible, y se cumpla el objetivo con el menor gasto. Ahora bien, la parte interna del aprendizaje no lo es todo, no solamente aprendemos a través de prueba y error, también lo hacemos por imitación. Tenemos estructuras cerebrales especializadas para ello, para copiar los patrones del movimiento de los seres que tenemos cerca. Entonces, esa economía fina que podemos ver en los primeros pasos del infante no tarda en ser complementada con los hábitos corporales de los que lo rodean. Empezamos a alzar la cadera como papá, o a tensar esta o aquella articulación como mamá, en un entendido profundo de que, si los otros lo hacen, esa debe ser la manera correcta de hacerlo. Este movimiento, a fuerza de repetirse, acaba pareciendo más cómodo, aunque en realidad no sea tan relajado, o tan económico. Y esos mismos patrones, acabarán a su vez heredándose a las siguientes generaciones, de manera que tenemos una cultura del mal uso de nosotros mismos que viene siendo transmitida de generación en generación.
Y si bien esto comienza al principio de nuestras vidas, entonces resulta que nos quedan muchos años por delante para irnos haciendo con hábitos corporales que terminan pasándonos factura.
Ahora, la historia de un hombre
Frederick Matthias Alexander (1869-1955) fue un actor australiano, que perdió la voz mientras declamaba Shakespeare. Padecía una severa irritación que empeoraba al llegar a ciertos pasajes de la declamación. Siempre el mismo pasaje. Para poder sanar tomó pastillas, fue con médicos, siguió tratamientos, que funcionaban un poco más o un poco menos, pero, aunque a veces mejoraba, volvía a recaer al volver a declamar los mismos pasajes.
En un momento le pareció obvio que su mal provenía de algo que el causaba, un uso de si mismo que provocaba la irritación. No tardó en comunicar su sospecha a su médico, quién estuvo completamente de acuerdo con él, pero cuando Alexander le preguntó que entonces, sabiendo esto, quién era el especialista que lo podía tratar, el médico contestó que no existía dicha especialidad.
Así pues, a partir del descubrimiento de que es el uso el que afecta al funcionamiento, Alexander tomó la determinación de crear la especialidad que necesitaba para poder sanar. Y lo logró.
Trabajando con espejos, después de mucha auto observación, y con infinita paciencia fue encontrando un método de reeducación corporal, venciendo la inercia de la que hablaba antes, aquella que nos hace aferrarnos a nuestros malos hábitos. No fue un camino exento de dificultades, pero el resultado final fue maravilloso. Debido a la interrelación de nuestro sistema, encontró que muchas enfermedades tienen todo que ver con el uso del sí mismo. Sus estudiantes se curaban de afecciones, cardiacas, pulmonares, y psicológicas al aprender a usarse de manera relajada, pues sus órganos internos dejaban de aplastarse unos a otros, y los sentimientos tienden a equilibrarse al equilibrar la postura.
Para mediados del siglo XX, la técnica gozaba de gran prestigio entre varias personalidades de la época, incluyendo a George Bernard Shaw y Aldous Huxley, escritores, a Nikolaas Tinbergen, el biólogo que dedicó la mitad de su discurso de aceptación del premio Nobel a la técnica, y a Sir Charles Sherrington, un neurofisiólogo que también fue ganador del Nobel, entre otros.
En las bases de la técnica está la manera en que el maestro le habla a la unidad psicofísica del alumno mediante el tacto, estableciendo una comunicación directa para enseñarle la manera más conveniente y relajada de situarse y moverse en el espacio. Otra parte importante es la manera en que se enseña a reconocer las posturas tensas y los malos hábitos mediante la inhibición del deseo de llegar al fin, siendo este deseo la causa principal del desequilibrio psicofísico. Además de la interiorización de ciertas instrucciones que se le hacen al alumno, y, sobre todo, el énfasis en la conciencia y la vigilancia de uno mismo.
Ahora que han pasado muchos años de la muerte de F.M. Alexander, la técnica goza todavía de buena salud, habiendo incluso inspirado a otras técnicas de educación somática como el método Feldenkrais, la técnica Mitzvah, e incluso tuvo influencia en la creación de la terapia Gestalt, como su fundador Fritz Perls lo reconociera. Sin embargo, entiendo que en países como el mío sea a veces de difícil y costoso acceso para la mayoría de la población. Entonces, si el lector tiene la disposición y la disponibilidad de asistir a clases de técnica Alexander, no puedo dejar de insistir en los beneficios que esto le traerá, mientras que si, por el contrario, se ve imposibilitado de hacerlo, insistiré en la necesidad de, por todos los medios posibles cuidar de la propia postura y relajación de manera que podamos vivir una vida sana y libre de ataduras autoimpuestas.
Agradezco muchísimo a la maestra Claudia Montero por sus amables comentarios y correcciones, sin los cuales éste artículo erraría.